Máscara invisible

 

La máscara enmarca su perfil de pájaro veloz. Confeccionada en satín perlado, bordada en punto de cruz con piedrecillas, delinea sus ojos entornados y, en rojo sangre, la medialuna cicatriz del pómulo izquierdo. 

Diáfana máscara tornasolada. Cuando te miras en su espejo penetra tus pensamientos. Cuidado si tienes la desgracia de ser su contrincante.

Digna representación de quien la lleva. Con su acrobático baile entre las cuerdas Elvin persigue, ataca, está en todas partes y en ninguna. Sus llaves son económicas, dominan. Acecha, acosa, esperando el momento justo para enredar al otro en un escorpión o un Gory especial.  Y cuando menos te lo esperas se encarama en las cuerdas, se yergue más alto que ninguno. El público entero, el réferi, sus rivales, todos aguantamos la respiración preguntándonos cómo va a saltar. Por fin hace dos maromas y desvía la dirección. Aterriza con una patada de tijera en la quijada del rudo, y el réferi lo nombra campeón. Invicto una y otra vez.  

La máscara tornasolada los hace desvariar. Creen que en ella le leen las ideas, el miedo, cuando lo que ven es su propio terror, su violencia, su asco.  Les lee hasta lo que desayunaron.

Por eso los vence: su máscara es un espejo donde encuentran su propio horror, que los confunde y arrebata.

¡Al enmascarado invisible tenían que darle paso libre!

Uno

 

¿Cómo no iba a prestársela? 

Claro que mi madre iba a mirar chueco cuando lo viera salir empujando la bicicleta. Pero yo le dije clarito: Mire, mama. Elvin me firmó en los libros del vivero. Usted sabe que esa bici la pagué a 3000 lempiras, y él ofreció rentármela a 200 por mes. Yo le dije que era mucho dinero, pero él insistió. Confíe, mama. A ver, ¿no fue él quien me consiguió el descuento para comprarla? ¿No nos ha sacado de tantos apuros? Ya me tocaba a mí. 

Y mi mama dale y dale con la caravana. Que si cómo va a llevar una bicicleta a esa caravana, que de cuándo a acá las bestias se detienen para que les encaramés una bicicleta en el lomo, que si, que si. 

Eran preguntas lógicas. Y la más gorda de todas: ¿por qué tiene que hacer las cosas tan así ese amigo tuyo? 

No era su plan, mama. El había convenido hacer como los demás. Ya tenía pagados los 600 dólares de anticipo. Años ahorrando las quince mil lempiras, cuándo vemos ese dinero aquí. Ya estaba apalabrado con el Pitirri y sus aleros, cuándo se iban a echar a andar, las rutas, las horas, los relevos; cómo cruzar el Suchiate. Cómo burlar a los mexicanos, saltar la cerca, cruzar a nado el Bravo. Todo.

Pero todo cambió la noche antes de irse. Y para colmo tenía que ser aquí en el vivero, porque llegó a despedirse de nosotros. Nomás verme acomodando los árboles se puso a echarme una mano. ¡No seas caballo, le dije, dejá eso! Descansá las pocas horas que te quedan. ¿Ya se te olvidó que renunciaste ayer? ¿Y no salen a las cuatro? Pero él insistió. Tenés que entregar esos árboles, me dijo. No sea que agarren el retraso de pretexto y te den largas con los cheles.

Le tuve que aceptar la ayuda porque había que cargar cinco ceibas, cómo pesan. Entre los dos las metimos al camión. Los algodones se les desprendían, flotaban con la brisa, me cosquilleaban la nariz, me hacían estornudar. Con el peso sentía que se me tronaba la espalda. 

En cambio Elvin jugaba, amontonaba los algodones entre sus manos, formaba copos como de nieve. Como si desde que renunció del vivero hubiera recuperado la juguetonería. Recogía los algodones y me los frotaba en la cara.

Así vas a estar cuando te pongas viejito, me dijo. 

Yo amontoné muchas guatas, hice una bola grandota y se la metí debajo de la playera.

Y tú, así de panzón. 

Entre tú y yo haremos de santa clós.

Esas risas y juegos fueron los últimos antes del estallido. La desgracia fue así: levantamos el tiesto lodoso y pesado. Entonces que se me resbala de los dedos, y cae en el puro pie del Elvin. un tiesto estrellado y un pie lo mismo. Destrozos por todos lados.

Nunca había oído un grito tan desgarrado: no sé si fue el dolor o la desgracia. O los 15 mil lempiras que se le esfumaron con el Pitirri. 

 

 

Elvin se iba a la madrugada siguiente, pero en cambio pasó tres días en el hospital mientras le apuntalaban el pie. 

Suerte que no te tuvimos que amputar, fue la mejor noticia que le dio el cirujano. Casi se me salen las lágrimas. 

Al Elvin no.  Nomás frunció el ceño.

Cuando salió del hospital estuvo tres semanas con la pata vendada que daba lástima, queriendo zafarse, no hablaba de otra cosa que de alcanzar la caravana. Su mama casi lo amarraba para que no se escapara. ¡Tenés que sanar primero, maje! 

Hasta que un día, como un mes después, llegó al vivero cojeando con sus muletitas. 

En el radio sonaba María Dolores Pradera con José Alfredo Jimenez.

Al cipote le encantan las rancheras. al Elvin también. Entró cantando.

Se me acabó la fuerza de mi mano izquierda.

Maje, dame un abrazo que me esperan en el norte.

Me reí. 

Qué, ¿así vas a andar hasta Tijuana? ¿Y cómo te vas a subir al techo del tren con esos palos?

Me puse nervioso cuando lo vi en el lugar de su desgracia. Me puse a barrer los algodoncillos, los que me recordaban nuestros últimos retozos antes de la tragedia. Pero las ceibas se habían ensañado. Era la pura época en que sueltan sus guatas. Volaban como jirones de nubes al alcance de la mano. 

El Elvin como que ni se fijaba. 

No me queda de otra, maje. Mirá, ya apoyo el pie. Ya me dijo el doc que pronto tiro los palos éstos.

¿Y qué vas a hacer, donárselos a quien la bestia sí le haya comido el pie?

A ti no te come, ¿verdad Elvin?

Ahí estaba el cipote, metiéndose en nuestra conversa. Elvin miró para abajo y le revolvió los pelos con las manos. Varias plumillas de algodón se le soltaron por los aires. 

Claro que no, Yovany. Ya me dio la ceiba un mordisco, con ese me conformo. 

Y a mí: me voy porque me voy, maje. O me das un abrazo o me voy sin él. 

Se me acabo la fuerza de mi mano izquierda.

¿Qué iba a hacer? Abrazarlo, pos. Los pelitos de su cara me rozaron la quijada.  

Ahí fue donde me acordé de la bici. ¿Por qué no te la llevás? Yo casi ni la uso. Vos en cambio. A ver, probá si podés pedalear con el talón. 

Y por supuesto que pudo. Soltó las muletas, se subió en el asiento y paseó por los senderitos del vivero. Pronto agarró velocidad, haciendo remolinos con los algodoncillos. 

El radio decía Como tú traes el alma - Con la rienda suelta - Ya crees que el mundo es tuyo.

Y ahí estaba Elvin, con su sonrisa de dientes blanquísimos. 

Tenía un mes sin vérselos.

¡Eso, máscara invisible! Gritó el cipote. 

Y yo: Seguro alcanzás a esos desarrapados. 

Hasta los rebasás.

Pero me la rentás, dijo él. Yo sé cuánto vale una bicicleta. Te voy a pagar el tiempo que la use. Es un contrato de arrendamiento. 

Ya, maje, dejate de cosas. Agarrá nomás. Me guasapeás de vez en cuando para saber cómo avanzás. 

Vaya pues.

¿Hasta dónde llegás hoy, Elvin?

El cipote tenía razón. ¿Hasta dónde llegará Elvin en bicicleta? 

La pared de la oficina tiene un mapa de San Pedro Sula de un metro por 70; lo usamos para ver dónde hay que entregar los árboles y los tiestos. El cipote marcó el aquí con una tachuela roja: nuestro invernadero. Luego trazó con el dedo una línea hacia el norte de la ciudad. 

Por aquí se va para Estados Unidos, ¿verdad? 

Nos reímos. Elvin remarcó la ruta del cipote pero en dirección contraria.

A veces hay que bajar para poder subir. 

Trazó una especie de columpio hacia el sur de nuestra ciudad, luego al oeste y luego por fin al norte, hasta alcanzar el lindero con Guatemala.  Luego estiró el brazo, y dijo: cruzás Guatemala. Luego llegás a un río que se llama el Suchiate. Es la raya donde termina Centroamérica, y comienza otro tipo—

¿De aventuras?  

Eso. Son como mil kilómetros hasta cruzar el Suchiate.

¿Así de lejos?, dijo el cipote. Eso hacen los del giro de Francia, los vi en la tele. Llevan unas mallas de colorines, parecen bailarinas de ballet. Con casco de superhéroe! Pero les falta la capa.

Así de lejos, dijo Elvin, y estiró más el brazo. Le pasé una silla, se subió apoyando el pie bueno y colgando el otro. Luego siguió señalando en la pared. 

El cipote escogió una tachuela roja, el color que tanto le gusta. Aquí estás ahora, dijo. 

¿Cuántos días, Elvin? 

Dos, tres, diez. Veremos.  

Nos llamás. 

Trataré. Pero si no no se asusten. El saldo y las pilas duran poco. 

Está bien, dije. Me dicés adónde llegás.  

Nos dicés.

Elvin se estiró más. Lo ayudó el cipote subiéndose en sus hombros. Le pasamos la chinche. Y así fue como en ese mapa que sólo nosotros podíamos ver, marcamos una frontera de cal y canto. 

Ahí está Tijuana, dijo Elvin. Un primo me ofrece trabajo en su taller. Allá agarraré fuerzas. Los mexicanos serán cabrones como los gringos, pero un alero no me va a quedar mal. 

Nos abrazamos medio segundo. Al soltarme me dio una palmadita en la quijada. No olvidés rasurarte. Los clientes son pretensiosos. 

El cipote se metió entre nuestro abrazo, y lo envolvimos como nacatamal. Nos rodeó con los brazos. Nos apretó más y más. 

Al soltarme, Elvin me dio otra palmadita cerca de la boca. Luego le revolvió el pelo al cipote por última vez. 

Con estas piernas llegás de volada, dijo Yovany. 

Entonces se nos despegó. Tomó la bicicleta, se dio la media vuelta y cojeó hacia la puerta. En los pantalones llevaba dos o tres girones del algodón de la ceiba. 

Recargadas en la pared del vivero quedaron las muletas. 

Se me acabó la fuerza de mi mano izquierda.


 

Dos

 

¡Ya se fue Elvin! Con la bici de carreras va a llegar de volada. Los luchadores corren varios kilómetros diarios, él está entrenado, siempre hace más que los demás y más rápido, qué le dura un viaje en bici. 

De aquí a ciudad de Guatemala hay 430 km. ¿Que cómo sé? Pues lo guglié. Elvin puede hacer al menos cien kilómetros en un día, así que hoy tiene que haber cruzado a Guatemala. Le pregunté al Toño pero no se ha comunicado. Tené paciencia, dijo como si no lo supiera, como si yo fuera cipote. Igual cogí la chinche y marqué: seguro llegó hasta Guatemala. Se lo señalé en el mapa. ¿Cuál?, me dijo, si este mapa nomás llega hasta San Pedro Sula. Acordate, le dije, señalando el lugar que marcó Elvin. Tuvo que reconocerlo, pero igual no me quería dejar poner la tachuela.

La ponemos cuando nos avise dónde anda. 

Ya Toño, qué te cuesta. ponemos la tachuela, y ya que nos marque corregimos. 

Ay, cipote. Tá bien. 

Entonces la puse y nos pusimos a esperar a ver si marcaba. Y a clasificar las semillas. Le mostré mi sistema por cajoncitos, según la variedad de plantas, cada cajoncito con su encabezado: su nombre científico y luego el hondureño.  

¡Aprendiste!

Claro, Elvin me enseñó con las semillas de ceiba. También a germinarlas, viste mis retoñitos en las botellas de agua? 


 

¡Por fin se reportó! 

Tapachula queda aquí. Pusimos la tachuela y marcamos la fecha: 20 de noviembre. 

Lo que nos contó fue increíble. 

La bici es lenta, dijo. Te pasan los camiones, te echan el humo en la cara. Pero pronto aprendés a respirar al compás. Cuando los sentís acercársete por detrás empezás a agarrar aire, lento y profundo. Aguantás, y esperás a que te pasen. Pero muchos cambian de velocidad para echarte la bocanada de humo, los majes. Por eso debés aguantar todavía más, y exhalar lento. Luego esperás un insante a que se disipe la porquería. Sólo entonces debés respirar. 

Inhalá-aguantá.

Aguantá.

Aguantá-exhalá.

Es como los entrenamientos de lucha libre. Elvin y yo somos técnicos. Tenemos disciplina y hacemos muchas horas de entrenamiento. Yo sigo entrenando como antes. Él no, porque en el camino no hay gimnasios. Pero con la bici mantiene las piernas. Es famoso por su agilidad, por cómo baila y persigue a los contrincantes por todo el ring. La bici lo va a manetener rápido y fuerte. Y los pulmonzotes que tiene, ahora más, con tantos minutos aguantando la respiración. Por eso llega tan lejos. 

Y no sólo pedalea, sino que levanta la bici en vilo. Cuando llegó al Suchiate le cobraron doble por subir la bici en la lancha. Entonces la levantó y cruzó a pie. El dinero hay que estirarlo, dijo. Y a ver cómo me va cuando me interroguen en los retenes. 

Toño me explicó: los retenes es donde los soldados revisan si tenés los papeles para pasar a otro país. Le pregunté a Toño dónde los guarda Elvin, pero no me contestó. Andaba distraído. 

Pero ayer cuando llamó Elvin, ¡lo que nos cuenta!

¿Sabés que pasar la frontera es fácil? Caminás, y ellos hacen como que no te ven. Como si de ahí fueras. Lo difícil viene luego. Hay retenes a cada tramo de carretera. Ahí te vuelven a parar como si estuvieras entrando desde Guatemala otra vez. Una y otra vez. Y es que la frontera está en todas partes. Yo asustado como todo el mundo, detienen camiones, suburbans, carros elegantes, detienen a todo el mundo, se meten en los autobuses, en los camiones con ganado, esculcan las mercancías, hasta las ubres de las vacas. Detienen carros deportivos, bajan a la gente, revisan todas tus cosas. Yo eso ya lo sabía, nos dijo Elvin, es lo mismo que le pasó a los primos el año pasado, cuando tardaron tanto tiempo en subir México, porque los devolvían. Cruzaron el Suchiate cinco, seis veces. 

Y Elvin? Cuando llegó al retén después del Suchiate el corazón le brincaba. Cuando me tocó el turno, nos dijo, estaba por bajarme de la bici. Pero el soldado me mira directo a los ojos.

Y me hace así con la mano. 

¿Cómo, Elvin? ¡En el teléfono no se ve! ¿Cómo te hizo? 

Así. Me hizo adiós con la mano. 

¿Y qué hiciste?

¿Pues qué? Pasar.

¿Así nomás? ¿Cuánto te cobró?

Mirá, no me esperé a que se arrepintiera.  Pero luego. 

¿Luego qué? 

Ahí se quedó callado Elvin. 

Cuando iba pasando al lado de los carros detenidos vi la camioneta del Pitirri. De ella se bajó el Roldán ése con quien siempre anda, los de la tienda de al lado. Él, la mara entera, y los pollos se bajan todos desarrapados. Estaban pálidos y sucios, con los pelos en cordeles de mugre. Se veía que tenían mucho tiempo intentando el cruce.

Claro, Elvin. El tiempo que estuviste con el pie vendado. 

Eso. Los esposaron y los subieron en un camión del ejército que iba en sentido contrario. 

No hay poder catracho que suavice a los mexicanos. ¿Verdad, Elvin? 

Así que no les sorprenda si los ven de vuelta pronto. 

¿Y tú? ¿Por dónde andás?

Ya voy llegando a México. ¿Sabés lo que es el Popo y el Izta?

            


 

Tres

 

Los nudillos dirigen la bicicleta. A 3000 metros de altura y en diciembre, la zangolotea el ventarrón de los camiones. Los nudillos son la vanguardia: deciden la dirección y cortan el aire. O el aire los corta, hasta el punto de resquebraje. Pronto aprendí a atarme calcetines en los puños, pero ni eso evita que me salgan estas heridas. Sabañones, me dijo un enfermero que se llaman, el otro día en el refugio.  

Subir el valle de México: ésa es la prueba. Porque los retenes fueron de risa. Bueno, primero no. Primero fueron de miedo, tantas veces esperada la mirada de los que deciden si tenés paso libre, si continuás tu viaje, si tenés permiso para seguir tu vida.

Pero todo resultó ser más fácil de lo que me imaginaba. Allá en tierra caliente, después de cruzar el Suchiate vi por primera vez el uniforme verde, la placa en el pecho, con esa águila comiéndose una culebra como si fueran ellos comiéndome a mí. Eso son esas placas; a veces parecen armas operadas por su mente. Te echan la mirada y del águila sale un rayo que sólo tú puedes ver. Te fulminan, te despedazan las ilusiones, la dignidad, el amor propio si te dejás. Convierten al más plantado en un guiñapo que lo único que tiene en su futuro es darse la vuelta, regresarse a Guatemala, o hasta Honduras y volver a empezar. Ése era mi miedo. 

Pero el águila de acero nunca me disparó. En cambio los ojos de los oficiales se hacían chiquitos, apretados por sus cachetes y éstos impulsados por sus labios en arco. Me acordé que se ejercicio se llama sonrisa, y los migras también saben ejecutarlo. Una sonrisa como diciendo pasale compa, pasale paisano. Pero ellos dicen pásale, y no pasá. Agarra tu vírula, así les dicen a las bicicletas, vete a barbechar, a cuidar la milpa, sigue tu camino, que de eso no se trata aquí. 

Si supieran. Pero yo no se lo voy a decir.  

Así que los oficiales de migración resultaron menos peligrosos de lo que me imaginé: esta vírula me trajo buena suerte. Tengo que decírselo al Toño, va a soltar la carcajada.

El peligro es otro: esas moles de piedra erizadas de pinos. ¿Cómo se llaman esos montes?, pregunté. No, me dijo un señor. Se llaman volcanes y su jefe es don Goyo. ¿Quién es ése? ¿Pues quién va a ser? el Popo, chamaco. el Popocatépetl. 

            Tengo que cuidarme de que explote?

Se reían de mí. 

Aguas, mexicano. Aguas, por si a don Goyo se le antoja echarte una bombita. Como tus aleros allá en tu tierra mexicana, ¿verdad? ¿De dónde dices que eres?

Cuando me dan a entender que saben que no soy de aquí siento una sentencia de muerte. Todos tienen ese poder: pueden mandarte derechito al infierno. Basta un fonazo a los de las águilas voraces y se acaba todo. Claro, Honduras no es el infierno, pero volver a empezar después de todo lo que he pasado me recuerda a ése que le robó el fuego a los dioses, y por ladrón lo castigaron con empujar una roca ladera arriba por un volcán igualito, subir, sentir que las piernas y los brazos le explotan con el esfuerzo, que la sangre le hierve hasta salírsele por la piel, pero tener que seguir empujando la roca. Igual que yo cargando mi alma en la bicicleta, cargando las preocupaciones de mi madre y mis hermanas, los sueños del Yovany, la sonrisa de Toño. Toda mi vida, mis ilusiones, cargando para llegar a la cumbre y estar condenado a bajar, como el Sísifo a perder la roca y perseguirla hasta llegar al pie de la loma y tener que volver a subirla. Aquí está esta montaña pero al bajar le sigue otra, subir de nuevo y volver a bajar y subir. O encontrarse a un juez despiadado, un mexicano como ése que se burla, en cualquier momento Hondureño, a su pinchurrienta tierra. Y de ahí las esposas, el camión del ejército, el Suchiate y Guatemala la de los miserables y maravillosos bordados.

El miedo nunca se me va cuando descubren que no soy mexicano. Pero generalmente sólo es ironía, hacerme saber que saben quién soy por más que trate de ocultarlo, de imitar sus palabras y sus gestos, sus pinche cabrón y sus chingadazos, ellos saben que no soy cuate sino alero. Y que estoy a su merced, a merced de que sus bromas no sean sólo bromas, a que ellos decidan. Tuve que aprender que los mexicanos se burlan siempre. No es fácil aguantar, hasta que te das cuenta de que esas burlas pesadas son sus cariños, y que debés aceptarlas. Que diga. Más bien debés aprovecharlas, tenés que alimentarte, arroparte con ellas. 

Y cómo hace falta arroparse aquí, aunque sea con una broma, una sonrisa irónica, arroparse con lo que haya porque calor no hay, sólo el que sale de mis piernas que se queman al subir por esta pendiente que nunca parece concluir, ¿cuándo se acaba este puto volcán? Los muslos ardientes pero los nudillos tan helados que no los siento, aunque me los amarre con calcetines. Las orejas, la cara, la frente y la cabeza heladas, me pregunto cuánto frío hace falta para tumbarte una oreja, y qué hacer para conservarla. Un pasamontañas, me dijeron. Es lo mejor para el frío, si mantenés el calor de la cabeza aguantás. 

En Honduras no hay pasamontañas. Pero el Yovany me recordó. Ayer hablamos y me dijo, ¡no se te olvide la máscara invisible! Te la puse en tu mochila, ahí la debés de tener. 

¡El cipote! 

Claro que la tengo, qué buena idea.

Y me reí al colgar. Otro poquito de arrope, esa risa, la inocencia del cipote, sus ocurrencias. 

¿Cómo me voy a poner una máscara de lucha libre para recorrer la república mexicana en bicicleta? ¿Cómo me va a ayudar a escalar este don Goyo? Pues no me quedaba de otra. Anoche dormí en el baño de un albergue de alpinistas; después del desayuno entré de nuevo al baño y me puse la máscara. Luego me cubrí con la caperuza de mi sudadera para no llamar tanto la atención con las lentejuelas. 

Monté y me fui. 

Al pasarme en coche los semblantes de los huéspedes del albergue mezclaban sorpresa, curiosidad. Pero no dijeron nada. Primera vez que los mexicanos no me salen con pajas.

Ahora sigo por la carretera. Pasa un camión y al empalmar conmigo se asoma el chofer y me ve a la cara. Los ojos se le abren, luego con algo que nunca se ve en esa gente, una mirada como la del Yovany cuando me vio subir en mis manos la copa del campeonato nacional. De eso han pasado siglos.

La reconocí. Esa sonrisa se llama reverencia y ese chofer la tenía en sus ojos.  Bajó un poco la velocidad, me pegó la mirada medio segundo más, acentuó la curva para abrirme paso, y siguió sin echarme el diésel en la cara. 

El siguiente camión se hizo al lado sin echarme sus venenos. 

Y otro que pasaba en sentido contrario bajó la velocidad al acercarse. Me saludó con la mano, y se sonrió. 

Parecía haberme estado esperando. 

 

 

            


 

Cuatro 

 

Todos me habían avisado que ese día sería uno de los más difíciles. Y sin embargo, pasó rápido. 

Tal vez mis piernas por fin se acostumbraron a este entrenamiento. No es que estuviera mal preparado. El pie cojea cuando camino; correr por ahora es imposible; pero en la bici no hay pedo, pedaleo con el talón y meto fuerza con los muslos. Los brazos y la espalda siguen bien pues en San Pedro dediqué la convalecencia a levantar pesas, la pera, el costal, a hacer todos los ejercicios que el pie me permitía.

Hoy en la carretera los camioneros me dieron el pase, y no me echaron la nube de diesel. Muchos me saludaban, o al menos me sonreían. 

¡Cipote! ¿Cómo va todo?

¿La máscara? Claro, ya ni me acordaba que la traía puesta.   

¿Los sabañones? En verdad ya se me están pasando. Y ni se ven tan mal si los protejo con vaselina.

¿Y tus lentejuelas? ¡Elvin, claro, la máscara invisible! 

 

 

Hoy será otro día pero qué frío perro. Suerte que me regalaron esta toalla. Es de playa aunque aquí no hay. Lo que hay es ventarrones, escarcha por la mañana, orejas congeladas.  A mí me sirvió de frazada. Esta vez pasé la noche bajo la mesa de una cocina de albergue. No estuvo mal porque había bastante que comer y el calorcito de la estufa. Ahora, antes de salir al ventarrón, voy a barrer para pagar la noche.

Amarrada al cuello, la toalla se convierte en capa protectora. 

Hora de despedirme, de ponerme la máscara esquivando miradas y carcajadas. Éxito. De nuevo en marcha, y los camioneros me siguen saludando, ahora más aún. 

La carretera se está convirtiendo en una fiesta. 

Una doble procesión de camioneros que me saludan, me vitorean como si estuviera venciendo a los rudos. 

Es la magia de la máscara invisible. Y la capa de terciopelo plateado que vuela tras de mí.

 

 

Aquí Lola. ¡Atención! Aquí Lola la Trailera.

Domingo, 6 de la mañana y el sol asoma ya por entre los picos del valle de Atemajac. 

Entre Puebla y Cd. de México, la carretera despejada

bonita 

sin chotas por ahora

sin vacas muertas ni accidentados

aquí Lola con el buenos días de todos los días

hasta ahora la cinta brilla límpida bajo el pálido sol de madrugada

libre de tráfico, ni un coche, ni un venado descuartizado, ni un desbalagado peatón cruzando de una mitad de su pueblo a la otra

perdón, sólo hay algo, allá en el horizonte

un méndigo bicicletero 

en cuanto lo identifique paso la voz

 

 

me tardo en alcanzarlo porque

¡qué velocidad!

ya me le voy acercando, 

se ve distinto, lleva encima algo blanco, plateado, de velour 

le revolotea tornasolado

como las nieves del Izta

mariposas blancas 

al rebasar le miraré la cara para avistar qué se trae

me le acerco

ahoraaaaa

¿y qué se trae? no se lo van a imaginar

la cara brillante, los ojos penetrantes de brillantina

una cicatriz roja como media luna sangrienta bajo el ojo izquierdo

no sé si es el santo o quién

¿alguien sabe?

¡que máscara!

 

 

Nadie verá las cosas buenas que hagas

Hasta que les hagan falta. 

 

 

Disculpen el silencio, compañeros 

A veces es difícil hablar 

pero

esa máscara invisible

Corran la voz. Se encuentra en la carretera hacia México subiendo a pedaleos largos y fuertes con un rostro de diamantes, como de arcoíris, cicatriz sangrienta en el pómulo izquierdo. 

Tengan cuidado. Cuando le da la luz al sesgo es cegadora. Pero nomás les aviso, váyanse con cuidado, no lo vayan a atropellar, porque 

es justicia

 

 

Sin rencores, pero con memoria

Lo veo lo veo viene por ahí, lo veo. ¿Será hijo del Santo? ¡Me miró a los ojos!

 

 

Hola hola, aquí Trokero de Nube. Va subiendo, va rapidísimo, no sé cómo hace pero lo vi y ahora va por el kilómetro 84. Dijeron que era bici pero ¿a esa velocidad? ¿Tendrá motor?

 

 

Nos llaman soñadores

Sin saber que somos los que menos dormimos.

Qué va, es él, son sus piernas, qué entrenamiento debe tener para subir esas pendientes tan rápido y sin detenerse.

 

 

Me lo encontré cuando me bajé a mear. Estaba en un claro del bosque, sentado bajo unos pinos sobre su capa plateada, erguido, con las piernas en flor de loto. No me atreví a acercármele mucho, no se inmutó, estaría meditando, le dejé mi itacate, llevaba tinga y tortillas recién hechas de mi vieja, le van a encantar. Al sentir mi presencia hizo con la cabeza un levísimo movimiento. La máscara echó chispas.       

¿Y qué hiciste? 

Pues yo—

Te fuiste corriendo, ¿verdad mamón?

¿Teyo meyo, cabrón?

¡No mames! ¿Y tú te hubieras quedado a cotorrear?

 

 

            Si no regreso no llores, 

            Estoy con él.

Lo vi por la tarde, ya iba llegando a Querétaro, con el sol en la cara y en su capa que se puso de oro, me miró y sentí una como electricidad en el cuerpo, quiero llegar a mi casa. Mi esposa está enferma, sola con mis hijos, tengo que llevarles de cenar para que ella descanse. A eso voy. Si lo ven porfa, fíjense bien en sus ojos. 

 


 

Cinco

            

            Por fin salgo del valle de Atemajac. De aquí a Guadalajara es bajadita. 

            El enmascarado blanco voló cuesta abajo.

            El enorme espejo de Chapala relució ante su rostro sabio y antiguo.


 

Seis

 

En Guadalajara llegas al albergue Paso Libre. así me lo dijeron. Por fuera tiene las puertas negras. Por dentro, pura buena onda. 

            Así fue. En el refugio me dieron ropa limpia, mi primer pasamontañas, pude lavar mi máscara que ya no era tan invisible. Nos festejaron a todos los hondureños y guatemaltecos con una posada, llovieron dulces de las piñatas, nos llenaron la panza con tamales y ponche de navidad. Una señora vino a entrevistarme pero con sus preguntas ronroneantes me arrullaba. Me dijo que estaba haciendo un libro de historia oral, y yo le dije: suena a medicina. El equipal—así les llaman a sus sillones—estaba tan a gusto, calientito. Por más que quería apuntar mis aventuras—me quedé dormido. Cuando desperté la señora se había ido.  

            El mejor descanso que he tenido en este viaje fue en Guadalajara. Y eso que me dijeron que los jalisquillos son díscolos y cerrados. Cuando se supo que yo era el de la máscara invisible festejaron como si fuera su campeón. 

            Al salir del albergue uno empezó—Este es el corrido de la máscara blanca, que un día domingo feliz arrancara, iba con la mira de llegar al norte habiendo salido de Guadalajara. 

            Se reían. Todos se ríen, pero no de mí. Bonito. 

            Ahora voy subiendo otros montes, ninguno tan cruel como los del valle de México. El mensajero de don Goyo, un monte lunar llamado Ceboruco, me saludó con su sonrisa de cuadrados verdes. Son viñedos, gente que sin miedo se pone a cultivar en estos pedregales. 

            Tierra super fértil, me dijeron. ¿No hueles el petricor en el aire?

            Me verían en la cara no entender. 

            Es el olor a tierra mojada. Llega desde Guadalajara. 

            Sabrán lo que hacen, si están tan bonitas las parras y no es más que enero. 

            Por Plan de Barrancas bejé y bajé al aire de terciopelo, de seda dulce y caña, con aromas como de San Pedro Sula. 

A paso más lento llegué pa Escuinapa, y por Mazatlán ya me andaba quedando. 

Sus amapolas se adormecieron, sus  tomates se afrutaron, sus marihuanas se dulcificaron. Ante la isla del Venado saludé a un don Chato, querido por todos. Hasta el diablo en su cueva me hizo reverencia.

Persistí. En el Valle del Yaqui sentí la ternura y el frescor de mil aspersores. 

Por fin llegué a Tijuana. Y al transitar por sus calles oí en los radios: 

siguió paso a paso por la Rumorosa 

y llegó a Tijuana con la luz del día. 


 

Siete

 

Cumplida su hazaña llegó a nuestra arena, 

Y su apoteosis fue el gran campeonato

Todo al aire libre en esta gran lucha,

Lleven mascarilla pa proteger a todos. 

 

Señoras y señores, transmitiendo desde Tijuana por televisión nacional. La gente se arremolinea, todos llevan máscaras como la suya, blancas, aunque nunca tan tornasoladas ni brillantes ni de bordado de punto de cruz ni con la cicatriz bajo el ojo tan roja ni tan pronunciada.

Hoy es el día, señoras y señores: después de cruzar nuestra entera geografía; después de un tiempo de descanso y entrenamiento el enmascarado de plata, digno heredero del Santo, se enfrenta ante la élite de la lucha libre mexicana. 

Dicen que cojeaba de la pata izquierda. 

Y a pesar de todo siguió su aventura. 

¡Y así es, señores! aquí llega el campeón desconocido. Hoy sube al ring en batalla de bienvenida contra los máximos mexicanos. El público le entrega su amor en un clamor enardecido. Su pie cojea levemente pero sube al ring sin dificultad. Y ahí, con un floreo, el héroe se despoja de su capa de terciopelo plateado. Su máscara tornasolea y nos hace exclamar: ¡Ah!!

¡Y empieza la justa, señoras y señores!

El campeón tiene un inesperado ritmo, sus poderosas piernas corren sincopadas, bailan, hacen piruetas, engañan, ceban, rodean, acechan, persiguen, atacan. Su mejor arma no es la fuerza, no es la agilidad, aunque tiene ambas en abundancia: es la sorpresa. Y al final, ya exhausto el contrincante, le aplica la Gory especial y lo hace pedir clemencia.

¡Triunfa la MÁSCARA INVISIBLE!

 

 

¡Oigan el rugir del público! El homenaje para el enmascarado de la bicicleta, el héroe que hizo suya la República Mexicana recorriéndola entera. Bajo las aclamaciones el señor alcalde y Miss Tijuana se acercan para entregarle la llave de la ciudad. Miss Tijuana aprovecha para preguntarle lo que todos queremos saber: 

¿De dónde viene? 

Pero el campón no contesta. 

 

el ángel sureño

el justiciero de plata

el cojo de oro

el santo viajero 

 

El público le regala una ovación enardecida

Miss Tijuana le pasa la gran llave y le deposita un maquillado beso en la mejilla, pintando de rojo la seda plateada. El alcalde le pregunta ¿su descomunal fuerza—sin duda simboliza la fortaleza nacional?

A lo que el enmascarado contesta: es la fortaleza humana.


 

Ocho

 

En el camerino, por fin solo. 

Estoy a punto de quitarme la máscara cuando observo un movimiento tras las capas de mi vestuario. Algún admirador más, otro enmascarado. 

Quitátela, me dice. 

Así dice: quitátela, y no quítatela. ¡Como buen hondureño!

Tú primero, le contesto. 

Y eso hace. 

¡Toño! 

¡Qué abrazo nos dimos! Qué alegría!

Rápido me quito mi máscara. 

Está toda sudada. Dejame darme un regaderazo. 

Venite para acá, maje. 

Me vuelve a abrazar. Me toma del cabello y jala mi cabeza hacia atrás. Me mira a los ojos. Y deposita en mi boca un beso. Un largo beso. Un beso enamorado. Mis brazos rodean su cintura, y los suyos la mía. Otro beso. Luego, mi cabeza en su hombro, el largo suspiro después de casi un año de no vernos. Mi corazón me ensordece. En mi pecho salta el suyo, igual de descalabrado. 

¡Elvin!

 

 

La puerta se abre, y nos separamos rápidamente. Una ráfaga entra por la puerta, coronada de algodoncillos. 

¡Máscara invisile!!

Yovany entra, se mete entre nuestro abrazo de hombres.

Cuando nos separamos deja su bolsa de viaje sobre la mesa. está cerrada casi por completo, y de sus comisuras salen las ramas de un diminuto árbol, envueltas en breves algodoncillos.

Te traje una ceiba. La estuve cultivando así, chiquitita. Se llama bonsai. 

¿No te la quitaron los migras?

¡Pues no, maje! Si les dije que era para ti. 

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